Esa mañana del 17 de enero de 1966, Anastasio Valero recogió a varios heridos en su furgoneta para llevarlos a una tienda de campaña. Palomares, el Hiroshima español, acababa de sufrir, a las 10.25 horas, un grave accidente atómico. Hoy, con 67 años, y ya con un bisnieto, Anastasio recuerda en el bar Valero, su negocio, las consecuencias de las cuatro bombas caídas (una de ellas en el mar) en esta pedanía almeriense de 2.500 habitantes perteneciente al municipio de Cuevas de Almanzora.
A la espera de un Plan Marshall prometido incluso por Hillary Clinton para retirar todos los residuos radioactivos, los vecinos denuncian el olvido. “No hemos recibido ni un duro de las americanos. Nos prometieron mucho, pero nada de nada”, resalta Valero, mientras sirve comandas a una decena de clientes que toman el fresco en la terraza. La hija de Anastasio, Catalina, que ayuda a su padre en la barra, fue el primer bebé que nació tras las bombas. No sufrió ninguna secuela. Cuando su madre dio a luz, los médicos y -cómo no- sus padres temían posibles malformaciones o enfermedades, como ocurrió con los niños japoneses alumbrados tras las bombas atómicas.
Tinta de Verano en Palomares. Lo escribo hoy en El Confidencial.
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